Pensamientos: Por qué morir no es inexistir

Hace unos días me enteré del fallecimiento de un compañero del colegio. Era contemporáneo: apenas un año mayor que yo. Uno se forma con tanta solidez la impresión de que la muerte acaece sólo durante la vejez que es complejo creer que ocurre inclusive esbozando la juventud. Me pregunté, por ello, si el hombre era capaz de valorar que vive en acto. Y me remití, en virtud de tal investigación, a mi pensamiento. Es intuitivo y, por consiguiente, evidente que sólo he conocido, y podré conocer, lo que es, esto es, la existencia o el ente. Dicho sea que, con existencia, he de significar la consciencia de estar vivo o de reconocer la vida a la que subyace tal sensibilización, ya sea a causa de las funciones intelectivas del alma o de la labor orgánica del cuerpo y de los aparatos estructurales que lo conforman. Pues hablar de existencia es inconsistente cuando no sé es partícipe. Podré imaginar un espacio purgado de cualquier atributo, pero aún estaría mediado por la existencia: ésta nada inexacta, que todavía es algo, es la imagen que los hombres se han figurado para su finitud y para la representación de lo que no es, esto es, del no ente. Pues yo también lo he hecho. La nada, al cercarse, es vacía y el vacío es impensable. Pero ningún hombre ha conocido lo que no es, y jamás lo conocerá. Si el fallecer es el encuentro con la nada, pero ella es, a su vez, insensible, él no valorará, por tanto, el simple hecho de existir: porque es su única realidad. He aquí la razón humana está encrucijada: ¿qué circunstancia la motiva a asociarle a la muerte la inexistencia? Sólo la ignorancia, pues la carcome y suspende la sensatez que aquel pensamiento suscita. Para el que pretende existir, la muerte es, entonces, un desperdigarse en la inexistencia, pero es tal noción la que es ininteligible y no la muerte la que, en efecto, encarna la incognoscibilidad. Esta muerte no es impracticable, pero sus efectos en lo que concierne a la esfera del pensamiento son, y serán indefinidamente, anónimos. En tanto el desconocimiento es absurdo y el límite es racional, el hombre revuelve, a propósito, a la muerte y a la inexistencia, pero esto es sencillamente una consolación evasiva, pues morir equivale a inexistir por un juego lingüístico bastante estratégico que le encorseta a la muerte un qué y allí inmoviliza su especulación.

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