¿Qué cosa es la inercia, y por qué sostuvo la reforma de nuestra ciencia teórica?

Isaac Newton (1643-1727).

La enseñanza secundaria de la Física es fundamentalmente clásica, porque está enraizada en los axiomas, corolarios, teoremas y escolios que Sir Isaac Newton, filósofo británico del siglo xvii, evaluó en sus Principios matemáticos de la filosofía natural. Los educadores le confieren la proposición de las célebres leyes del movimiento y su expresión algebraica. Sin embargo, su exposición supone inexactitudes graves y esboza vacíos difíciles de enmendar en la comunicación de los contenidos asociados a la perspectiva general del estudiantado con respecto al componente teórico de la foronomía.

Este primerísimo encuentro con las enunciaciones de Newton es ocasionalmente problemático, pues su principio, la inercia, resulta contraintuitivo e indigerible para un aprendiz común, este es: «cada cuerpo permanece en su estado de reposo, o de movimiento rectilíneo uniforme, a menos que actúen fuerzas sobre él que le obliguen a cambiar este estado» (French, 1974).

Al enfrentarse al cálculo, el colegial admite el texto, pues conjetura que aplica las condiciones antes descritas, y el docente asume que ha finalizado con éxito su labor al revelarle cómo estimar analíticamente los módulos de las fuerzas para suspender en perfecto equilibrio una caja con dos sogas atadas al costado de un muro.

Típico equilibrio de traslación.

Esta facilidad es ingenua, pues la ocupación de útiles matemáticos, funciones trigonométricas y ecuaciones simultáneas no equivale al entendimiento íntegro de la mecánica que gobierna la naturaleza. Tales metodologías desatienden el carácter empírico de la física y le prohíben al pupilo avanzar en la revisión de las bases de las que apenas se está empapando. Pero ello no debe inducirle inconveniente alguno, porque él conoce el mundo y ha vivido conforme a sus leyes. 

Pese a que el reposo de la caja es una obviedad, existe otra manifestación dinámica discreta: la del movimiento rectilíneo uniforme. El estudiante desacredita esta última atribución con severidad, pues le parece una auténtica falsedad que el estatismo del cajón que antes aisló reproduzca un fenómeno tan infrecuente como el de la rapidez constante, pues la costumbre relaciona la carencia de fuerzas con el reposo, y este está correspondido únicamente con la inmovilidad: la misma de la caja que tensiona los hilos. La experiencia del pequeñín engendra una contradicción primitiva, pues ningún objeto, bajo ninguna circunstancia, contiene la posibilidad del movimiento sin causa aparente.

Lo que el alumnado desconoce, a causa de la omisión conceptual del profesorado, es que dicha ley es una hipótesis impracticable para la filosofía experimental, debido a que no se diseñó una porción de universo donde las fuerzas interventoras se anulen para comprobarlo; porque la naturaleza es un sistema de corpúsculos acelerados. Por ende, la inactividad de la caja es relativa, no está en reposo si se sostiene estrictamente el término, pues sigue estacionariamente la rotación periódica de la Tierra y su traslación anual. Si, por el contrario, se arrastrara uniformemente sobre el plano de la superficie, describiría un arco, en lugar de una línea recta, con respecto al espacio absoluto, y si se prolongara indefinidamente su movimiento, dibujaría una circunferencia. Más allá, el móvil enfrentaría un destino similar, todavía rudimentario: «ahí no tenemos puntos de referencia para saber si vamos en línea recta o no» (Vallejo, 2016). Sobre el cajón también actúan fuerzas remotas: la gravedad terrestre y la influencia de toda la materia ayuntada del sistema solar, la Vía Láctea, las demás galaxias y, a su vez, la masa del sujeto percipiente: del hombrecillo que vigila la caja estática y, sin saberlo, la perturba y no comprende por qué a un físico inglés se le ocurrió semejante antilogismo. 

Faltaría un espíritu sutilísimo, una entidad etérea informe, atemporal, metafísica e inmaterial que testifique las consideraciones especulativas de Newton y elimine las partículas circundantes para asistir al marco del recorrido de espacios iguales en tiempos iguales de la caja. Esto es sencillísimo de demostrar si se prescinde mentalmente del rozamiento y el medio imaginario satisface las condiciones del vacío. Pero es bien sabido que dicho terreno es virtual e inabordable y además anacrónico para las predisposiciones empíricas de la ciencia moderna. Conviene entonces secundar el asunto ideológicamente, reconocer que los fundamentos de la mecánica racional no se generaron espontáneamente y examinar los retazos que la historia del pensamiento europeo le suministró al sistema del mundo newtoniano, cuya iniciación está enraizada en un período desvirtuado y ensombrecido por la cultura popular; quizá insospechado para los recién llegados a la física e ignorado por los teóricos de la contemporaneidad, la Edad Media. La revolución científica del Renacimiento se enfrentó a las maneras ortodoxas de la escolástica: cuyos artífices extrajeron de la teoría aristotélico tolemaica los fundamentos que rigieron las escasas investigaciones filosóficas secundadas por la física y, más abundantemente, la astronomía. La yuxtaposición de las múltiples esferas homocéntricas para el movimiento planetario supuso una materia de interés para los matemáticos, que elaboraron un complejísimo sistema astrométrico auspiciado por el geocentrismo.

Aristóteles (384-322 a.C).
Claudio Ptolomeo (100-170).

La física, sin embargo, se soslayó a una suerte distinta, quizá debida a la vaguedad de la mecánica de Aristóteles. Su filosofía concibió al movimiento bajo la corporalidad de las cosas dominada por la aparición de tres estados universales: la pesadez, la ligereza y la ingravidez, corresponsales para el agua y la tierra, que caen; el aire y el fuego, que ascienden, y el éter, que gira en círculos. Si un pedazo de madera caía era porque estaba hecho de tierra; si el vapor culminaba en la atmósfera, porque estaba colmado de fuego. Entonces la causa permanecía dentro y desde allí ejercía la motricidad ininterrumpidamente. Ahora bien, el comportamiento de la materia debido a la aplicación de alguna fuerza, esto es, el movimiento «violento» cuyo impulso no se originase por cualesquiera de las tendencias naturales, le removió a Aristóteles el triunfo de su modelo explicativo; pues, para describir el lanzamiento de una flecha que no disponía de algún contacto físico distinto que el proveído inicialmente por una cuerda, pensó erráticamente al aire como causa del movimiento continuado, de modo que a su metafísica no le extrajeran contradicción alguna. Afirmó, en consecuencia, que, tras dispararse un proyectil, dicha sustancia lo transportaba por corrientes que se comprimían en el espacio desalojado por su trayectoria. Esta estratagema consistió en encasillar compulsivamente a la naturaleza en un molde que no merecía.

La Alejandría del siglo vi preparó la crisis de las leyes aristotélicas al engendrar al cristiano Juan Filopón, un hábil comentador, más bien refutador, de las enseñanzas peripatéticas. A Filopón le pareció contraintuitivo el razonamiento del Estagirita y le transfirió al cuerpo mismo la causa de su movimiento extrínseco, de modo que el agente que liberaba el proyectil le comunicaba una propiedad incorpórea que se extinguía al recorrer una distancia prudente. Este alejandrino fue desgraciadamente ignorado por sus contemporáneos, según nos actualiza A. C. Crombie: «hasta donde se sabe históricamente, las obras del mismo Filopón no fueron conocidas en la Edad Media.» (1987), y sólo los árabes Avicena y Avempace consideraron sus pensamientos de hereje, mientras que Simplicio, también egipcio, calificó sus opiniones de infundadas. Avicena agregó que, al suprimirse las obstrucciones, la fuerza que se le ejercía al móvil no se gastaba, ni expiraba, como especuló Filopón, sino que su influencia persistía indefinidamente. Esta suposición presiente, además, las leyes de conservación.

La ciencia tuvo que esperar pacientemente hasta el nacimiento del franciscano Guillermo de Ockham, en el siglo xiii, para desperdigarse por completo de la muy antigua noción aristotélica de que moverse significaba siempre ser movido por otro. Ockham introdujo un postulado que rivalizó con la filosofía de los escolastas: este se basó en abolir la multiplicación de los seres para un efecto cualquiera. Su denominado principio de economía, o su navaja homónima, engendró la reinterpretación del movimiento mediado por la existencia sucesiva de una cosa en distintos lugares cuyo acto le era consubstancial al cuerpo. Así, el desplazamiento, una vez iniciado, nunca debió involucrar más entidades que el móvil mismo, pues este último retiene por cuenta propia el movimiento, independientemente de que haya sido puesto en ese estado por algo más. Por ello, en sus Principios (1678), Newton constató que todo cuerpo «por cuanto de él depende» persevera inalterado en el estado de movimiento inmediatamente adquirido, e Immanuel Kant, en sus Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza (1786), declaró esencialmente móvil a la materia. A causa de esta consideración aparece representada originalmente la abstrusa condición del movimiento sin interventor. Pero hay algo que nos agita: los atomistas griegos, el abderitano Demócrito y Epicuro de Samos, y el romano Lucrecio, advirtieron, mucho antes que ellos, que las partes últimas de la materia poseían un movimiento perpetuo, y, por consiguiente, no existía algún pretexto para proclamar la existencia de un proyector extrínseco, pues, conforme a las opiniones del filólogo escocés W. K. C. Guthrie, hicieron de él un principio inherente a los cuerpos «y como perteneciente, por ello, a [ellos] desde siempre» (1993).

Guillermo de Ockham (1285-1349).

Tres siglos antes del surgimiento de la mecánica newtoniana, la causalidad, y el corazón mismo de la física, adquiría otro objeto: el cambio de estado de movimiento. De estas razones se encargó la ciencia subsiguiente.

Habiéndose sustituido el blanco, y con ello, el edificio de la teoría de la naturaleza, su anquilosamiento demandó la colocación de los peldaños que les sirvieran a los experimentalistas posteriores. Pese a que se hubiese descifrado, con aparente éxito, el sencillísimo sentido de las relaciones espaciales de un movimiento uniforme, dicha empresa no satisfizo con exactitud la naturaleza condicional de esta inercia, pues la ontología ockhamista no produjo conocimiento alguno si de lo geométrico o lo puramente matemático discutiésemos.

Juan Buridán, un nominalista francés, contribuyó sensiblemente a dicha necesidad al esgrimir sus hipótesis sobre el ímpetu: un estímulo impreso, idealmente permanente, cuyo vencimiento es conducido por la aplicación de otras fuerzas sobre el moviente y depende exclusivamente del producto de la masa y la velocidad del último, m×v. Esta es la concesión galileana de la cantidad de movimiento. La intensidad de este ímpetu no es algo más que una expresión basal y, por ello, incompleta de la fuerza newtoniana medida según la cantidad de materia y la tasa de cambio de las velocidades adquiridas en un intervalo temporal específico, m×dv⁄dt. Buridán simboliza, para nuestro estudio del pensamiento científico, la síntesis histórica de las refutaciones previas y la culminación del ciclo aristotélico promovido por la progresión hacia una fenomenología matematizada: una ciencia empírica cuya terminología resultaba algebraica. He aquí la introducción de una metodología inédita, prohibida por el Estagirita en el Libro II de su Metafísica: «el [procedimiento] matemático no es el de los físicos». Nos sería ilícito admitir, en consecuencia, que la mecánica del Renacimiento inventó sus propias bases: pues René Descartes, que también filosofó, racionalizó las ideas de la tradición y le legó a Galilei el concepto invariable de la ley natural, de esta inercia en su manera germinal. Su revolución no se asentó sobre principios evidentes, ni enteramente experimentales, sino que unificó las tendencias metafísicas antedichas, a saber: las conclusiones a priori abstraídas por los escolastas, y sentó la contraposición de las enseñanzas aristotélicas empleando el ensayo y el cálculo. Si antes pensábamos que a la física no le atañía lo de pensar deliberada y especulativamente sus fundamentos hemos fallado. En efecto, el teórico requiere hacerse una imagen mental de sus axiomas e investigar de qué modo concibe a la naturaleza y cómo sus nociones han de afectar las demandas de su método y restringir, o proliferar, sus consecuencias inmediatas.

Bibliografía

Aristóteles. (2021). Metafísica (edición de Patricio Azcárate). España: Get a Book Editions, S. L.

Butterfield, H. (1982). Los orígenes de la ciencia moderna. Madrid: Taurus Ediciones S. A.

Crombie, A. C. (1987). Historia de la Ciencia: De San Agustín a Galileo. La Ciencia en la Baja Edad Media y comienzos de la Edad Moderna: siglos XIII al XVII. Alianza Universidad.

French, A. P. (1974). Mecánica Newtoniana. Editorial Reverté.

Gilson, É. (1976). La filosofía en la Edad Media. Editorial Gredos S. A.

Guthrie, W. K. (1993). Historia de la filosofía griega. Vol. 2: La tradición presocrática desde Parménides a Demócrito. Madrid: Editorial Gredos S. A.

Kant, I. (1989). Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza. Alianza Editorial.

Losee, J. (1991). Introducción histórica a la filosofía de la ciencia. Alianza Universidad.

Newton, I. (2022). Principios Matemáticos de la Filosofía Natural. Alianza Editorial. 

Vallejo, F. (2016). Las bolas de Cavendish. Penguin Random House.

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