Una inextensa descripción histórica de la gravitación
Lo grávido, como el atributo de lo que gravita, supone una concepción casi tan antigua como la ciencia griega. Aristóteles teorizó que la caída de los cuerpos era sólo el acto al que tendía su posición natural, de carácter intrínseco, dada su composición material. Por ello, relacionó a los cuerpos simples, o a los elementos, con dicha apreciación: al agua y a la tierra, por su pesadez, les adscribió el descenso centrípeto; al aire y al fuego, el ascenso periférico, por su ligereza; al éter, que ocupaba el mundo celeste, el movimiento circular uniforme e ingrávido. Su consideración, aunque primitiva, se acreditó en la física medieval y se extendió hasta la revolución que emprendió Nicolás Copérnico. Éste último encontró en dicha cualidad una potencia divina e inmaterial que poseían las partes de un todo para unificarse en una singularidad esférica; explicando, de aquel modo, la redondez planetaria y su materialización fenoménica. Galilei repensó a la gravedad y la definió como una magnitud aceleratriz circumterrestre, que distinguía la causa material. Más tarde, Kepler corrigió a Copérnico, pues toda interacción natural había de ser intuitivamente material y, por consiguiente, física. Su resolución apeló a que su acción decrecía al distanciarse las partes. De aquel modo, se abolió que el movimiento emanara del alma y se le concedió a la masa la cantidad que resistía, proporcionalmente, a la impresión de una fuerza. Dicha tradición fue investigada por Newton y ampliada en su proposición sistemática y reducida de la gravitación universal, que aplicó a la mecánica orbital y terrestre, simplificando el tejido causal del movimiento a gran escala.
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