Heinrich Von Kleist y la doctrina histórica de la cosa en sí: el límite agónico del progreso
La búsqueda del conocimiento unívoco está enraizada en el núcleo de la filosofía occidental. Tras la teorización clásica de la idea como objeto natural cognoscible y arquetipo invariable de la materialidad, la historia del pensamiento se formaría a sí misma en torno a la cuestión de la cosa en sí, que había de contener la realidad última de aquélla definición.
Platón la elevó en la cúspide de la intelección, le adscribió una ordenación tripartita —epistemológica, ontológica y antropológica— y dispuso, sobre aquél fundamento, la especulación ulterior. Para Aristóteles, habitaba en la forma substancial, cuyo énfasis fue, en absoluto, metafísico, y, aunque se presumiera empírico, concluyó en el mero análisis abstracto de tal formalidad. La última se prolongó en la transformación escolástica de aquél sistema, que, a su vez, le anexó demás elementos sincréticos. El Renacimiento recuperó tal investigación incorporándole nuevos métodos experimentales, que se emanciparon junto con el desarrollo las ciencias fácticas. Con la modernidad, se sustrajo la metafísica y se vislumbró la reinserción de las problemáticas clásicas en función del avance de las demás disciplinas. La verdad se instituyó en Dios, que sería infinito, increado y el todo en sí mismo. Se bifurcaron los modos de conocer y emergió el intelectualismo y el materialismo. David Hume irrumpió negando la posibilidad de la substancia y, consecuentemente, la certeza en cuanto a Dios; concretó, con ello, un escepticismo radical sólido, aunque paradójicamente insostenible.
En La crítica de la razón pura, Immanuel Kant, filósofo prusiano de la Ilustración, se adhirió, al tiempo, a los rasgos distintivos del racionalismo y del empirismo, demostró la imposibilidad de la metafísica e instituyó, sobre principios axiomáticos, la teoría causal de la percepción: La cosa en sí sería, de tal modo, inalcanzable, pues la experiencia, que es, en suma, el límite, permitiría únicamente la representación subjetiva del mundo. La aprehensión de cualquier objeto estaría condicionada a priori por una estructura estética, que restringiría el alcance de tal facultad y estaría dada, según corresponde, por el espacio y el tiempo. He aquí, el filósofo priorizó, además de las entidades por sí solas, la forma en la que aquéllas son distinguidas y resolvió, como síntesis, las problemáticas epistémicas que orbitaban en torno a lo nouménico.
«Todo lo intuido en el espacio y el tiempo y con ello todos los objetos de nuestra experiencia posible, no es más que fenómenos, esto es, meras representaciones, (…), no tienen existencia propia e independiente aparte de nuestro pensamiento.».[1]
Para Kant, perseguir al noúmeno implicaría avanzar hacia la irrealidad y perseverar en la indefinición de cualquier materia investigativa, pues la adopción de éste idealismo supondría situar como vértice explicativo al carácter indecible de la cuestión misma y, por tanto, abolir el progreso, a saber: la cognición del mundo, es decir, la verdad, que coexistiría con el sujeto sólo según su significación individual. No habría que buscar, por consiguiente, al concepto del fenómeno en su idealidad, sino, más bien, concretarlo por sí mismo y adecuarle los atributos que le corresponden, sin identificarlo con la cosa en sí, que, para cualquier poder, está vacía, pues actúa extrínseca al límite de todas ellas.
El criticismo de Kant, esto es, el modo en el que resolvió la percepción de las cosas, fundamentó la inflexión de la teoría del conocimiento, pues deformó la tradición y, tras encorsetar la frontera de aquélla razón natural, socavó el edificio del pensamiento y extrajo los cimientos de la ciencia de lo incognoscible, es decir, de la metafísica. La dimensión a la que extendió su proposición fue, sin embargo, incompleta, pues, aunque concluyó en la reforma del sistema gnoseológico antedicho, no implantó, en el corpus de la filosofía, el fruto último de su especulación. Ello, en efecto, lo realizaron de prolijamente sus legatarios, sirviéndose de la imposibilidad de la cosa en sí en la estimación del pesimismo filosófico: en la revaluación del progreso y su refutación, que ya se enunció, y, con ello, principiaron la construcción del vitalismo, que es ulterior, y apela a su resolución práctica.
He aquí, emergió Heinrich Von Kleist, quien, atraído por la simpatía del orden teleológico del mundo, que entrevera la perfección esquemática de todos sus elementos, en suma parte, metafísicos, advirtió en el conocimiento de las cosas el revestimiento del aquél sentido intrínseco. Movido, además, por el romanticismo, del que es artífice, se le insinuó a la desnudez de toda constitución y, por consiguiente, exploró en la historia natural, en la matemática y en la filosofía el acceso al juicio puro y formal de las cosas. Cuando aquél se humedecía del kantismo, observó la desconexión trascendental del noúmeno y, con ello, resquebrajó la formalidad del conocimiento pretendido. Su ideario se transformó y se ató a la mera recepción fenoménica de las cosas. Kleist, sumido en un profundo desconcierto, no halló más libertad que la muerte, que habría de separarlo de los límites sensibles del espacio y del tiempo. Puso fin a su obra y, tras concluir la lectura de La crítica de la razón pura, se suicidó.
[1] Crítica de la razón pura, A491, B519.
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