Una breve aproximación preplatónica a la obra nietzscheana
Es, por
consiguiente, común la regularidad de tal convención clásica, cuya base está
subordinada a la especulación del ser parmenídeo, que emprendió el escolarca
eleático como corolario del juicio axiomático de identidad a través del verso
homérico. Se dice, pues, que le adscribió a la razón un rigor apabullante y que
ella sería capaz de intuir con distintiva exactitud lo que la mera experiencia
indistinguiría, a saber: el tránsito impensable del ser al no ser, que, según
él, estaría inscrito en la inquietud: una opinión indecible e impracticable.
“Parménides.—Si
[lo uno] está en movimiento, es preciso que sea trasportado ó alterado; porque
no hay otra clase de movimiento. […] Si lo uno es alterado en su naturaleza, es
imposible que continúe siendo uno. […] Lo uno no tiene ninguna clase de movimiento;
es absolutamente inmóvil.”.[1]
Heráclito de
Éfeso, que funge históricamente como su antítesis, apeló a la manifestación
móvil de aquélla naturaleza, a la que reunificó en el logos —la esfera de la
verdad común a todos los hombres— atribuyéndole una especie dialéctica. Ante la
suspensión del cambio de dicha arquitectura idealista, argumentó, sin embargo,
que el ser es uno y a la vez es múltiple, y que sólo el devenir, del que se
prescindió indebidamente, perseveraba en la generación y en la corrupción del
mundo, ya celeste o sublunar. Indicó, por ende, que lo verdaderamente ilusorio
se correspondería con lo imperecedero, esto es, la refutación de la tesis de
Parménides, y que ello se hacía evidente en la investigación de la naturaleza,
que mezclaba al ser con el no ser indiferentemente: concepciones que, según él,
se le representaban al entendimiento tanto como a la experiencia.
“Sócrates.—En
alguna parte dice Heráclito que todas las cosas se van y nada permanece, y
compara los seres con la corriente de un río, diciendo que no podrías meterte
dos veces en el mismo río [DK 22 B49a].”.[2]
La disputa
ontológica entre la tradición materialista, que acuñaría Heráclito, y el hábito
abstracto de Parménides se fundiría en la consolidación arcaica de la
metafísica. Tal prescripción cimentó el edificio posterior y, con ello, aplicó
el principio unívoco de lo invariable en la configuración del mundo,
representada por el duelo entre la materia y la forma, que habría de vertebrar
la historia del pensamiento europeo.
En el
crepúsculo de la modernidad, y habiendo observado tal dogmatización, Friederich
Nietszche, idealista pragmático, advirtió, en la presuposición de los griegos,
el fracaso de su ejercicio y acudió a la evaluación peyorativa del acto en el
que convergía toda filosofía de lo inamovible. Aseveró, de modo análogo, que
era contraintuitivo teorizar al medio en el estancamiento, es decir, en el
reposo, y que toda especulación en torno a aquélla materia sería incapaz de
formular conocimiento alguno. Fragmentó, por ello, el hilo platónico de la
naturaleza e imprimió en aquélla la convulsión del devenir, que no era más que
la naturaleza perspectiva que circundaba y dirigía todas las cosas. La omisión
de tal juicio conllevaba la negación de la vida misma; esto es, el apartamiento
hacia la región conjetural, e inexistente, de las formas. Nietzsche discriminó
toda antítesis y abogó por que tal suposición corroía la verdadera
potencialidad del mundo subyacente.
“[…] hablar
del espíritu y del bien como lo hizo Platón significaría poner la verdad cabeza
abajo y negar el perspectivismo, el cual es condición fundamental de toda
vida.”.[3]
He aquí,
reinsertó el carácter del efesio, cuya influencia es notable a través de la
representación aforística de su obra. La proposición de Heráclito, aunque
arcaica, emergió disruptivamente y fue personalizada, veintitrés siglos más
tarde, por el misántropo alemán, que, además, adscribió en la redignificación
de la filosofía su objeto capital. Principió, así, la crítica a la doctrina
platónica de las ideas, como aquél profesó de la erudición de su coetáneo,
Pitágoras, líder sectario del pitagorismo, que profería la filosofía del
número, es decir, de la magnitud inmaterial y, por tanto, insensible, que
fungía como la entidad metafísica que se materializaba en una región de menor
clase ontológica.
“La erudición
en muchas cosas no enseña a entender ninguna, que, en caso contrario, hubiera
enseñado a Hesíodo y a Pitágoras, a Jenófanes y a Hecateo.”.[4]
“Pitágoras
«Iniciador de fraudes».”.[5]
Continuó, de
aquélla forma, la crítica a la adherencia religiosa de las masas, cuya
irreconciliación racional radicalizó. En efecto, consideró inverosímil prever
el avance de la filosofía sobre cuestiones místicas. Y, por ello, abolió dicho
servilismo, que desviaba al hombre de oír al lógos, es decir, a la ciencia
objetiva. Heráclito fue misántropo y, por consiguiente, repudió la conducta
humana que, creyendo en meras ilusiones mágicas, vivía y moría cegada por su
propia fe, reprimiéndose su propio impulso, que identificó con el fuego.
“[…] Y dirigen
oraciones a las estatuas, como si uno se pusiera a hablar con los edificios.”.[6]
“¿A quiénes
profetiza Heráclito el efesio? A quienes danzan en la noche, magos bacantes,
poseídas del dios, […]; pues están iniciados impíamente en misterios
considerados tales sólo entre los hombres.”.[7]
Nietzsche,
tanto como Heráclito, observó que la historia había ensalzado a genios
hipotéticos y había instituido sus palabras sobre plataformas inquebrantables.
Occidente habría de extirparse del ideario antedicho y, habiéndose removido el
velo del prejuicio, habría de sugerir la búsqueda auténtica de la verdad, que
no era intangible, ni se hallaba infinitamente en la abstracción.
“[…] Obedecen
a los aedos del pueblo y usan como maestro a la muchedumbre, sin saber que la
mayoría es mala y que pocos son los buenos.”.[8]
Aún queda en
el vasto compendio fragmentario de Heráclito el bosquejo primitivo del eterno
retorno, que reintrodujeron los estoicos y después localizó Nietzsche en el eje
explicativo de la moralidad. Habría de figurarse, según él, que la constitución
del todo estaba basada en la conflagración de sus partes, esto es, que el
mundo, como el fuego, se extinguía y que, por potencial, volvía a generarse
sobre sí mismo y se construía sobre la anterioridad que forjaba. Doctrina que
reverberó la noción física de Anaximandro, el segundo milesio en filosofar, que
conservó Aecio: “[…] innumerables mundos nacen y de nuevo se disuelven en
aquello de lo que surgieron [...]”.[9]
“Es lo mismo
lo que está en nosotros cuando vivimos o cuando estamos muertos, despiertos o
dormidos, jóvenes o viejos. Pues estas cosas, dándose una vuelta, son aquéllas,
y aquéllas, dándose otro giro, son éstas [mismas].”.[10]
Para
Nietzsche, la irrupción de las hipótesis naturalistas de Heráclito, evaluadas
con pinzas, habrían esquivado con destreza el declive de occidente en el
nihilismo, que terminó vedándose a sí mismo en la abolición medieval de su
propia clase corpórea. Ello, juzgándolo perspicaz en la consideración de la
pluralidad como la regulación universal, en contraposición de la sencillez
esférica e incontenida del ser inmaterial. Dijo conforme a la opinión del
efesio:
“Pero [él]
tendrá eternamente razón al decir que el ser es una ficción vacía [...] la
mentira de la unidad, la mentira de la coseidad, de la sustancia, de la
duración [...].”.[11]
Todo lo que
existe, de éste modo, está condenado al perecimiento. El germen de la senectud
está íntimamente vinculado a la esencia de los demás seres y, por ello, se
convierte en la naturaleza común de todas las cosas. Dicho de otra forma, el
cambio, cuya física es mutable, astilla la parálisis artificial del ser e
imprime el término esquemático del mundo, pues la génesis es sólo el movimiento
formal hacia la corrupción y aquél es el fin predispuesto para toda realidad.
[1] Parménides 138c. 139a.
[2] Cratilo 402a.
[3] Más allá del bien y del mal (p. 5).
[4] DK 22 B40.
[5] DK 22 B81.
[6] DK 22 B5.
[7] DK 22 B14.
[8] DK 22 B104.
[9] A 14.
[10] DK 22 B88.
[11] Crepúsculo de los ídolos (p.46).

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