«Transmigración» y el fenómeno de la contemporaneidad literaria

La crítica literaria acostumbra emprender la valoración de un texto sirviéndose del efecto que éste surte en la coyuntura local de su aparición. Ocuparse de estas causas no es superfluo, pues supone la observación precisa del rol que funge una obra en virtud de las necesidades de la época que engendró a su autor y las correspondencias multidisciplinarias a las que subyace el auto de su creación. De éste modo se funda la relación del creador y la criatura y se emite un juicio que contiene la esencia de su objeto y atiende su función en el espacio y el tiempo. Es así que enderecé la definición de la realidad literaria que circunda a Transmigración, de Marco T. Robayo, y la extracción de la brevísima teoría de la novela que de ella emana, conforme al blanco antedicho, dirimiendo, además, su coexistencia con el pensamiento de los analíticos coetáneos sobre este género de composiciones.

Partimos, por ello, de los materiales que nos ofrecen las fuentes del autor. Robayo, que es colombiano, no persigue, sin embargo, la manifestación de su cultura natal. Diferenciándose de aquellos que impulsan el conocimiento novelesco de las costumbres, antepone un objeto que trasciende el contexto que lo permea y lo eleva en la cúspide de su narrativa. En dicho respecto se nos presenta la inmortalidad del alma, o del espíritu, como el bien de sus investigaciones. Todo poder que distinguimos en su obra está animado por la presuposición y la aparente comprobación de una realidad invisible, de la naturaleza suprasensible a la que se subordina un entendimiento revelado por las circunstancias del protagonista, Duane Bennet. He aquí la sugestión de un problema gnoseológico poseído por el psicologismo: la cognición del mundo y su aprehensión anímica, cuya discusión pertenece, a su vez, a la tradición ideológica occidental secundada por la antropología platónica de las formas. Dichas doctrinas maduraron en el cuerpo del pensamiento latino, que posteriormente fue sacralizado conforme a las tendencias teológicas del catolicismo y abolido al ser tenido por paganismo, debido al desacredito del canon bíblico. Esta última acepción, en tanto diverge, preside el tratamiento que Robayo implanta en el argumento de su novela. Ésta parece invocar la existencia de una región metafísica inadvertida por la materia, “llen[a] de divinidades”, y, además, desdeñable para cualquier disciplina moderna. Pues éste asunto ya ha sido refutado por la filosofía de los empiristas. Se nos ubica, entonces, en un edificio hipotético, ficticio e irrisorio si se les exhibe a las metodologías científicas. Vale cuestionarse, por ello, a expensas de qué fundamento subsiste el texto, si es que no carece de él, porque éste nos mostraría los móviles del trabajo de Robayo y tejería la pretendida teoría que de aquél anhelamos juzgar, esto es, una reconstrucción deductiva de los fenómenos que sostienen el valor consubstancial de una obra literaria específica en pos de su generalización.

Precisamente allí, donde nos parece encontrar un contexto improductivo, advertimos los cimientos de un edificio posmoderno, todavía inacabado y, sin embargo, transversal, que concreta un enriquecimiento histórico considerable y supone la reinvención de los cánones instaurados por la tradición filológica eurocéntrica. Para Robayo la novela ebulle como una extensión de su individualidad (mediada por el desdoblamiento de una consciencia paralela) y se estatuye a sí misma, y a su ciencia, que es la literatura, como un instrumento documental, servidor de los demás saberes, que, a su vez, alberga a las disciplinas herméticas oprimidas por el cientificismo: aquéllas que han bebido de la vertiente del ocultismo y en cuyo organismo descansan las conjeturas inadmitidas por los círculos habituales del conocimiento. Dicha propensión asiente muy gozosamente la emancipación que ha desembocado la deconstrucción de nuestras convenciones auspiciada por los vanguardistas y autentifica singularmente su proclama en virtud de la matriz temática de Transmigración: unitaria, pero especulativa y supersticiosa. He aquí el sentido de la contemporaneidad artística, que asume un paradigma insubordinado, repulsivo, caótico y, por ello, divergente; autárquico, invasivo y radicalmente distinto articulando la expresión de una plataforma ilimitada y, en consecuencia, fructífera: un modo informe de estudiar al hombre y al mundo, un cuerpo mitológico que funge a través de la crítica a las fórmulas del reduccionismo y las estructuras anticuadas que todavía nos rigen. Nuestra lectura de Robayo produce, entonces, una teoría opositora, que, si se dilata, nos conduce a repudiar la simplicidad epistemológica de la que se sirven los académicos de éste tiempo. Con ella perecen los ídolos que han penetrado nuestra criteriología para evaluar la verdad de un hecho, sea o no literario, y hallamos la necesidad de relativizar la norma y desacreditarla. Esta disposición, que esboza Transmigración, está enraizada en las páginas del Contra el método (1986), del vienés Paul Feyerabend, que, asimismo, deduce, ocupando un sistema más abstruso que el nuestro, que “toda teoría particular, todo cuento de hadas [y] todo mito (…) contribuye, por medio de [un] proceso competitivo, al desarrollo de nuestro conocimiento y (…) al enriquecimiento de la cultura” (pp. 14-15). Nos es menester comentar que la novela de Robayo simboliza muy sutilmente las conclusiones de Feyerabend y comprueba de qué forma la literatura es una especie de filosofía enmascarada que reúne un complejo de abundancias retóricas disfrazadas que participan secundariamente del reino caótico de la razón. Así también lo indica el español Jesús G. Maestro en su Crítica de la razón literaria (2017) al establecer que “la Literatura es racionalista incluso cuando simula no serlo.” (p. 2323).

Bibliografía:

Feyerabend, P. (1986). Tratado contra el método. Madrid: Técnos.

Maestro, J. G. (2017). Crítica de la razón literaria. Editorial Academia del Hispano. 

Robayo, M. T. (2023). Transmigración: el quinto sepulcro. Planeta.

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